La puesta en escena: nuevos rumbos

La evolución del arte se percibe con nitidez cuando lo contemplamos con cierta perspectiva. Pero apenas se aprecia cuando vivimos el proceso de cerca, hasta el punto de que, incluso a los propios creadores, les parece que nada se mueve a su alrededor o que se mueve más lentamente de lo que, los más inquietos, desearían. Así sucede en el teatro, debido, por una parte, a los pobres contenidos de las propuestas que ofrece el llamado teatro comercial, fruto de la falta de imaginación de los empresarios y de su dependencia del público que garantiza su supervivencia a través de los ingresos de taquilla. La reciente proliferación de los grandes espectáculos musicales exportados por las factorías anglosajonas ha contribuido a consolidar la imagen de arte conservador que hoy ofrece nuestra escena. Pero hay un teatro, vanguardista o no, que trabaja a partir de otros presupuestos artísticos, que, como siempre ha ocurrido, es el que, a la postre, evita el anquilosamiento.

Ahora bien, en mi opinión, hay motivos para sospechar que la evolución que se lleva a cabo desde esas instancias teatrales no siempre sigue una trayectoria positiva. A veces se presentan como logros cosas que no son consecuencia de una visión avanzada del arte teatral, sino el resultado de la adaptación a circunstancias que tienen que ver más con cuestiones económicas o estructurales que con el acto creativo del que parecen emanar. Ya sé que ningún artista es dueño de una absoluta libertad creadora, pero los obstáculos que limitan la del hombre de teatro son, con frecuencia, difícilmente soportables. En la parcela de la autoría teatral, que es en la que yo desarrollo mi actividad, el camino para llegar a los escenarios pasa por escribir obras con pocos personajes y un solo decorado. Todo lo que no se ajuste a esa norma resulta excesivo para los productores. Si antes, cuando un autor escribía un monólogo o una pieza con tres o cuatro personajes, lo hacía por propia decisión, porque entendía que eso era lo que necesitaba para expresarse, ahora es una exigencia de obligado cumplimiento. Ni que decir tiene que esas limitaciones hacen prácticamente imposible el tratamiento de determinados temas que requieren repartos extensos. Sin excluir otras causas, Cesar Oliva atribuía a esta circunstancia el que hoy apenas se escriba teatro Histórico.

En el terreno concreto de la puesta en escena, la evolución, realmente sorprendente, está plagada de avances y de retrocesos, aunque no siempre sea fácil distinguirlos. Buena parte de las propuestas del director y de sus colaboradores, en especial el escenógrafo, no surgen únicamente de la lectura del texto —no necesariamente dramático—, sino que tienen en cuenta el recipiente que ha de acogerlas, es decir el escenario, y si el espectáculo va a permanecer en un mismo local o va a salir de gira. Si a principios del siglo pasado los teatros tenían el escenario a la italiana, a medida que pasaban los años, fueron habilitándose nuevos locales que no habían sido concebidos para la práctica escénica. En aquellos, se pasó de los telones pintados a los decorados corpóreos. En estos, se ensayaron nuevas distribuciones del espacio ocupado por los actores y el público, llegando, en ocasiones, a compartirlo en gozosa promiscuidad. El escenario situado en el centro de la sala se hizo habitual y los actores, sobre todo los más jóvenes, pronto se acostumbraron a actuar rodeados de espectadores a los que casi podían tocar con sus manos. Hoy conviven ambos tipos de locales y, en los de nueva creación, se prevé la construcción de salas tradicionales y de espacios transformables y polivalentes. Todos sabemos que en los locales adaptados, feudo del teatro alternativo, los escenarios carecen de algunos de los elementos que, en otros tiempos, eran esenciales, como son el telar, los hombros o los escotillones. Estas ausencias han modificado el diseño escenográfico. Sobre ello volveremos enseguida.

Hay un detalle que quizás haya pasado desapercibido para muchos, pero que refleja hasta qué punto lo económico influye en el mantenimiento o no de ciertos logros. Antes nos referíamos a esas salas que permitían desmontar las gradas y situar el escenario en el lugar adecuado a las exigencias del espectáculo o a la voluntad de sus creadores. En los teatros Pradillo, Cuarta Pared y Galileo, por citar algunos de los que más frecuento, se han ensayado todas las variaciones posibles. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, observo una tendencia a actuar en la disposición clásica. Buscando sus causas, creo adivinar algunas que, en este caso también, tienen su origen extramuros del proceso creativo. Para modificar la distribución de espacios se necesita personal y tiempo. Las salas alternativas no andan sobradas ni de uno, ni de otro. Por otra parte, buscando rentabilizar los locales, las programaciones incluyen tanto producciones propias, que permanecen algún tiempo en cartel, como espectáculos que recalan en ellos durante pocos días. A veces, en una misma tarde actúan dos compañías distintas. Si eso plantea problemas de montaje y desmontaje de las escenografías, podemos imaginar que la modificación de espacios es imposible. Añadamos que, si el espectáculo va a salir de gira, difícilmente encontrará en todos los lugares que visite escenarios apropiados, viéndose obligados a introducir cambios constantes e imprevistos en la puesta en escena, a veces tan notables que podríamos hablar de espectáculos distintos. Eso sucedió, por ejemplo, con Las manos, primera entrega de la trilogía sobre la juventud. No sé si los inconvenientes que surgieron durante la gira determinaron que la segunda parte, Imagina, se concibiera para un escenario tradicional. Lo cierto es que, si la memoria no me falla, desde entonces las gradas desmontables de Cuarta Pared permanecen fijas. Este es un ejemplo claro de lo que he señalado más arriba, que buena parte de las transformaciones que se producen en las puestas en escena responden a exigencias que poco o nada tienen que ver con el arte.

Pero hay otras innovaciones en las que es más difícil establecer si contribuyen al enriquecimiento del teatro o, por el contrario, sirven para resolver problemas de producción. Separar el grano de la paja, me parece necesario y urgente, pues bien pudiera suceder que el teatro se estuviera metiendo en un callejón sin salida. Quiero referirme a dos aspectos muy concretos que afectan a la escenografía y al trabajo de los actores.

Respecto a la primera, cualquiera que frecuente el teatro habrá advertido que la introducción del vídeo en las puestas en escena es frecuente. Me apresuro a señalar que me parece un hecho positivo y que nada hay de extraño en tal incorporación, pues el teatro siempre ha estado atento a los avances de la técnica y, cuando lo ha considerado útil, se ha beneficiado de ellos. A nadie se le escapa que la invención de la electricidad revolucionó la puesta en escena. En lo tocante a la imagen, cuando el vídeo no existía, se proyectaban diapositivas o filmaciones cinematográficas. Eran aportaciones que no sustituían a la escenografía, sino que se integraban en ella para cumplir una función semiológica. Función heredada más tarde por el vídeo, que, entre otras ventajas, ofrecía la posibilidad de mostrar imágenes manipuladas por ordenador.

Sin embargo, recientemente quedé sorprendido al comprobar que, en el breve espacio de once días durante los que tuve ocasión de asistir a diez espectáculos producidos por compañías alternativas, en seis de ellos se había recurrido al empleo del vídeo. En muy pocos era utilizado como elemento enriquecedor del lenguaje escénico. Al contrario, hacían las veces del decorado. Me produjo una curiosa sensación. Suprimida la escenografía corpórea o reducida a la más mínima expresión, esas imágenes planas me recordaban los viejos telones pintados. Era como una vuelta a la prehistoria de la puesta en escena, aunque, claro está, entre aquellas pinturas y estas proyecciones hay una diferencia sustancial. Un mar pintado es como un cuadro. En cambio, un mar filmado muestra el oleaje, lo que sin duda resulta más atractivo. ¿A qué se debe que se haya pasado del empleo del vídeo como signo a su conversión en elemento escenográfico? A mi modo de ver, de forma no premeditada. Asimilada ya aquella función de contenido exclusivamente artístico, el paso siguiente se dio cuando empezaron a intuirse las ventajas que ofrecía una escenografía enlatada frente a elementos corpóreos. El proyector y la pantalla podían sustituir a la carpintería. Supongo que es una forma de reducir los costes de producción y, también, los de transporte, cuando la compañía se desplaza.

El paso de una a otra función, o los intentos de compatibilizar ambas, no dejan de tener consecuencias negativas para el porvenir del arte escénico. No me cansaré de insistir en que el teatro ha de estar abierto a la innovación y que la innovación está íntimamente ligada al desarrollo tecnológico, como no puede ser de otro modo. Así, los progresos que constantemente se producen en el campo del audiovisual y de la tecnología digital han de ser aprovechados. Ahora bien, nunca hasta el punto de que sustituyan aquello que es patrimonio exclusivo del teatro, sin lo cual quedaría desnaturalizado como arte vivo y perdería su razón de ser. El teatro puede y debe aprovechar lo que la ciencia pone a disposición de la sociedad y, por tanto, del creador artístico. Pero ha de conservar, al mismo tiempo, sus esencias, para no dejar de ser lo que es o convertirse en un arte auxiliar. Que el riesgo existe es patente en varios de los espectáculos que me han animado a hacer estas reflexiones. Imágenes filmadas -unas de indudable belleza, otras que impactan por su contenido y algunas que no pasan de ser mareantes masas de colores-, que distraen la atención del espectador de lo que está sucediendo en el escenario, en el que los actores llegan a pasar desapercibidos. Y, con frecuencia, la instalación de la pantalla condiciona la del resto de la escenografía. Es muy probable que los directores, que son los introductores de este medio de expresión artística en el escenario, consideren que en él se contiene la savia nueva necesaria para la modernización del espectáculo teatral. Pero, a costa de ello, más de uno llega a descuidar las verdaderas funciones que le corresponden. En unos casos porque la tecnología les ha atrapado en sus redes y, en otros, porque han encontrado el medio de disimular su falta de talento.

De que mis apreciaciones no son exageradas, son buena prueba las fichas técnicas que figuran en los programas de mano. A la tradicional lista de actores, director, escenógrafo, músico, diseñador de luces y demás creadores vinculados al arte escénico se han ido sumando los de los realizadores de los vídeos y sus colaboradores hasta completar una abultada nómina.

En cuanto al trabajo de los actores, anticipo que voy a llegar a una conclusión que a muchos se les antojará disparatada. Pero empecemos por el principio. Decía antes que escribir obras con pocos personajes es norma impuesta a los autores que pretenden que sus obras suban a los escenarios. Sin embargo, si en estos momentos la norma fuera suprimida, no tendría efectos prácticos. Aún estando los productores dispuestos a afrontar el pago de las nóminas de un elenco numeroso, los directores sufrirían grandes quebraderos de cabeza para completar los repartos. De hecho ya está sucediendo. Abundan los casos en que, a los ya crónicos problemas de distribución de los espectáculos, se han sumado los derivados de la dificultad para contratar actores que no estén atados por compromisos cinematográficos, televisivos, publicitarios o de doblaje, o, que, estando libres, prefieran esperar la llamada de alguno de esos medios a comprometerse en proyectos teatrales. Así, podría citar casos tales como el de una actriz que rechaza un papel importante en un montaje de un Centro Dramático Nacional porque va a rodar una serie de televisión, o la negativa a integrarse en una compañía estable de titularidad pública, como fue el caso de la Nacional de Teatro Clásico, porque el contrato vincula a ella durante demasiado tiempo. A veces, estos rechazos no parten de los propios actores, sino de sus representantes, más interesados en los aspectos crematísticos de su trabajo que en los artísticos. Frecuente es el caso en el que se logra el concurso de determinado actor, pero limitado a las representaciones que vayan a hacerse en Madrid o en Barcelona, porque sus compromisos en otros medios, a menudo simultaneados, les impiden alejarse de esos núcleos. Así, unos estrenan la obra y otros hacen las giras.

Esta situación tiene, con frecuencia, consecuencias negativas. Los repartos se alejan de los ideales que el autor o el director tenían en la cabeza. Ya sé que ese milagro casi nunca se produce, ni antes, ni ahora. Pero hoy la distancia entre lo deseado y la realidad llega a ser tan grande que cuesta trabajo entender la composición de algunos repartos, hechos, sin duda, contra natura porque no hay otro remedio. En tales casos, son inevitables los desencuentros durante los ensayos, que suelen tener fiel reflejo en el espectáculo que llega al espectador.

Ante semejante situación, no me sorprende que algunos directores desesperados abominen de los actores hasta el punto de desear su desaparición. No se confíen los que piensen que tal aspiración no es viable, porque estén convencidos, como Cervantes, que sin actor no puede haber representación teatral. Algunas señales se van produciendo que indican que todo es posible. Hace cien años, Eleonora Duse manifestaba su deseo de que todos los actores y actrices murieran de la peste porque, en su opinión, hacían el teatro imposible. Por entonces, aunque por razones que nada tienen que ver con las que aquí nos ocupan, Gordon Craig vaticinaba la desaparición del actor y su sustitución por un personaje inanimado que, a falta de otro nombre más glorioso, denominó «supermarioneta». He de confesar que, ante ciertos espectáculos, tengo la sensación de que esa idea tiene adeptos entre nosotros, pues, aunque los actores son de carne y hueso, me parecen muñecos en manos del director. Pero eso, quizás sea otro asunto.

El que nos interesa, sitúa al actor en un terreno ambiguo. Es un producto caro para la maltrecha economía teatral. Pero, también los mejores ejemplares de la especie se han convertido, por su escasez, en un lujo inalcanzable, incluso para los cazadores ricos. Han abandonado el hábitat teatral que les era propio y se han instalado en otros en los que su captura resulta más difícil. De ahí que ya se estén dando pasos orientados a no hacerse con los servicios de actor en su totalidad, sino con algunos de los elementos que le sitúan en esa profesión, por ejemplo con su voz o con su imagen. Citaré dos casos recientes.

Se está representando desde hace algún tiempo una obra titulada Otoño en familia, del autor inglés James Saunders. Para quiénes no la conozcan, diré que la acción tiene lugar en la casa de un hombre enfermo que está a punto de morir. Sus tres hijas, que viven en otras ciudades, acuden junto a la madre para acompañarla en el duro trance. Las cuatro conversan largo y tendido durante la espera y así vamos conociendo su pasado familiar y su presente. En la obra original, además de las mujeres, había un personaje masculino, una especie de testigo invisible para ellas, que proporcionaba alguna información complementaria sobre lo que sucedía en escena y hacía sagaces comentarios a propósito de lo que escuchaba. En la versión española, el personaje ha desaparecido y su texto nos llega a través de la voz en off de Adolfo Marsillach. Ignoro si la presencia física del personaje fue suprimida cuando Marsillach adaptó la obra hace algunos años o si fue decidida a última hora, cuando su delicado estado de salud hacía impensable su salida a escena. Sea una u otra causa, lo que en esta representación se pone de manifiesto es que, si lo que interesa del actor es su voz, se graba en un estudio, tras lo cual él puede regresar a casa u ocuparse de otros menesteres.

El otro caso es más llamativo. En la Muestra de Teatro de las Autonomías celebrada en Madrid se representó una Medea inspirada en textos de diversos autores. Aunque en el proyecto participaban cuatro compañías, dos francesas y dos aragonesas, la producción era modesta, como suelen serlo las que acometen los grupos alternativos. Por eso sorprendía que, en el programa de mano, junto a una lista a actores desconocidos para el público, apareciera el nombre del prestigioso José Luis Pellicena como intérprete de Creon. La sorpresa duró lo que tardó en llegar la escena en la que su personaje se enfrenta, en un dramático diálogo, a Medea. Allí estaba, en las tablas, ella. En una pantalla, la imagen del actor. Duelo de actores desigual y frío. Lo que degustamos no era ni carne, ni pescado. Curiosa mezcla de actuación en vivo y enlatada y, desde luego, peligroso precedente para la pureza del teatro.

De seguir por esos derroteros, introduciendo de forma masiva e indiscriminada las técnicas audiovisuales en la actividad teatral, pronto no serán necesarios los palcos escénicos para que los actores salgan a representar, pues para ello bastarán escenarios extraplanos, pura pantalla. Es bastante probable que así se sanee la economía de esta industria, pero también que pierda lo que todavía tiene de artesanal, que es uno de sus muchos encantos.

Una apostilla. Alguien podrá preguntarme por que razón me preocupo por algo que, en realidad, pertenece a la puesta en escena y poco tiene que ver con el quehacer del autor. A ello responderé que el teatro es un todo y ninguna de sus partes es independiente de las demás, de modo que lo que sucede en una afecta, en alguna medida, a las demás. Por si eso no bastara, veo en el nuevo rumbo emprendido una rara combinación de honestos deseos por contribuir al desarrollo teatral con nuevas y atrevidas aportaciones y de intereses que entienden menos de arte que de pérdidas y ganancias. Combinación que puede resultar explosiva. ¿Quién asegura que, llegado el caso, la onda expansiva no nos alcanzará a todos? A veces me imagino acudiendo a la llamada de un empresario convencido de que me va anunciar el estreno de alguna de mis obras o de que me va a encargar su escritura. Pero lo que me propone es otra cosa: adaptar al teatro una película de éxito. «¿No suele suceder al revés?», me pregunto. Pero antes de responderme recuerdo que ya se está haciendo. Ahí tenemos El verdugo, sin ir más lejos. O Doce hombres sin piedad. Familia. Entre tinieblas. O, entre las más recientes, Atraco a las tres. El teatro mamando de la teta del cine. ¿Quién iba a decirlo? ¿Para qué estamos los autores? Si esa tendencia se acentúa, la colonización absoluta del espectáculo teatral será un hecho. Al que no le guste, tendrá que cambiar de oficio o, si está dispuesto a ello y tiene fuerzas, empezar desde la nada, como si el teatro no hubiera existido y estuviera por inventar.

III Encuentros de Autores de Teatro «A de Autores»

8-9 de noviembre 2002. Gijón

Ponencia de Jerónimo López Mozo

Acerca de teatrolarepublica

Director de Teatro.

Publicado el 21/04/2011 en Blog. Añade a favoritos el enlace permanente. Deja un comentario.

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